CINCO KILOS DE MIERDA
CUARTA PARTE
El día se presentaba incierto, salí de mi casa con la excusa de arreglar unos papeles y le dije a mi mujer que estaría toda la mañana fuera, quería escapar de la rutina que no me aportaba nada, tratar de averiguar lo que pudiese sobre el incidente y mi trabajo nocturno.
Estuve deambulando por la calle como un zombi, pretendiendo buscar justificaciones a lo ocurrido por si conseguían localizarme o engañándome con argumentos propios de infantes inquietos que no paran de hacer travesuras; como si lo que hacía noche si y noche también fuera romper un cristal con la pelota, como si lo que hubiese pasado ayer fuese una pelea de barrio entre chicos de poco futuro. No me imaginaba ser de condición estúpida y frágil, ser tan voluble y rastrero, escondía la falsedad propia bajo la alfombra del olvido, como una mala sirvienta cuando barre la porquería y la oculta en vez de recogerla, como el necio que ve en el mundo el motivo de sus males y no en su propia estulticia; todos los errores que estaba acumulando, enganchándome sin cautela a esa vida negra, turbulenta y despreciable que te hace vivir intensamente sin escrúpulos y sin verdad, eran obviados sin prejuicios y sin remordimientos, porque ya no había verdad en mi camino, tan sólo esperanzas pérfidas construidas con ambiciones calamitosas; había pasado de ser un ángel con cara sucia a un demonio con cara limpia; ni los pequeños lapsus de lucidez formaban en mi mente signo alguno de enmienda.
Dejé el taxi aparcado, no quería moverlo, cuanto menos se viese mejor, así que cogí el autobús; hacía más de quince años que no me subía a uno, volví a experimentar esa sensación de claustrofobia que me producen los espacios cerrados y llenos de gente, esos olores nauseabundos a sudor, mal aliento, tabaco y café con mierda que no se quitan algunos por las mañanas o que llevan ya impregnados en la ropa, esos tufos mezclados con colonia barata con la que pretenden camuflar su verdadera esencia. El destino estaba claro, no sé porqué, pero lo estaba. Una fuerza irrefrenable me arrastraba a la Calle Serrano, y concretamente al número 59, como si el lugar fuese a despejar todas mis inquietudes, como si allí estuviesen a perpetuidad los personajes nocturnos para darme explicaciones o contestar a mis preguntas; la ingenuidad crecía en mi interior tanto como la depravación y la curiosidad; no podía evitarlo; me dejaba llevar como las hojas de otoño que caen en la corriente de un riachuelo, pensando que llegaría a un mar de conocimiento sereno, plácido y benefactor.
Estaba deseando salir de esa cárcel de metal y cristal, apretujado como una sardina, acumulando cada vez más tensión con los roces y los empujones el viaje se convirtió en un tormento, quería abandonar ese antro de seres aborregados lo antes posible. Me sentía tan habituado a los dominios de mi coche, a ese espacio en el que yo decidía quien me acompañaba, que no controlaba esa agresividad que me genera el gentío desconocido.
Todo fue muy rápido, instintivo, ya no pensaba en las consecuencias, me dejé llevar por esa influencia primigenia que saca la bestia que a todos nos acompaña desde nuestro nacimiento cuando olvidamos que somos hombres y despreciamos la conciencia con la que fuimos dotados; en cuanto percibí la mano en el bolsillo trasero del pantalón, nada fue como antes de haber probado la barbarie gratuita; antes rehuía cualquier conflicto, cualquier enfrentamiento, ahora sin embargo nada tenía importancia, como si el presente fuese lo último que ocurriría y en ese presente estuviese en juego toda mi vida, todo mi honor, toda mi gloria; me giré al notar el contacto, yo conocía bien esta chusma, no me importó en absoluto que el carterista fuese un rumano gordo y grande como un luchador de sumo.
“¿Qué coño haces cabrón?”, le dije mientras le retorcía los dedos de la mano ladrona y le apretaba el cuello por encima de la nuez donde el ahogamiento alcanza su máxima efectividad como si mi extremidad fuese unas tenazas; no sé cómo lo hice, será que he visto muchas películas de acción, todavía me pregunto qué ocurría en mi mente para que una persona sencilla y mansa, un borrego, se convirtiese en depredador, en agresor; la cuestión es que el gordo estaba con los ojos desencajados y la lengua fuera y yo empujándolo contra la ventana de emergencia sin piedad alguna. Creo que le rompí un dedo, no lo recuerdo bien; tampoco quiero marcarme faroles, las imágenes vienen a mi cabeza como flashes; lo que es seguro es que se sujetaba la mano cuando le solté el agarre antes de que se asfixiara.
- Suéltalo, que me lo matas, hijo de puta, racista; suéltalo, está loco, está loco; racista, español racista.
La gente se apartó como si tuviésemos la peste, el conductor no quería saber nada, seguía el trayecto esperando que todo terminase; los golpes de la mujer, sus gritos increpándome y algunas personas que entraron en liza me sacaron de esa ceguera iracunda en la que tan sólo ves un foco de visión espectral rabiosa y desquiciada, esto me obligó a volver de la mutación, Mr. Hyde desaparecía para dejar paso al Doctor Jekyll; liberé al cerdo parásito que comenzó a toser y recuperar el aliento, su cómplice lo atendió, yo aproveché para alejarme del incidente y me fui al final del vehículo; sabía que la mayoría de los viajeros me apoyaba, nadie hizo nada por ayudar a la pareja y sin embargo a mí comenzaron a calmarme con signos de felicitación; me bajé en la siguiente parada, tenía que salir de allí, el odio colérico que me hacía invencible desaparecía tan súbitamente como venía.
Al principio me sentía como el caballero andante que acaba de salvar a unos peregrinos de los malhechores, como el personaje duro, fiero, impenetrable, poderoso y noble que está por encima de cualquier acontecimiento porque para todo tiene una solución, como John Macreedy (Spencer Tracy) un excombatiente manco que se enfrenta a todo un pueblo de corruptos y criminales en Conspiración de Silencio, sí, así me creía hasta que un joven lleno de tatuajes vestido de negro con pinta de antisocial me dijo al bajarme “muy bien colega, hay que darles caña a esta escoria extranjera”. Los nervios y la adrenalina inicial se fueron estabilizando, la sensación de desasosiego y ansia apareció, emergió del interior como la fuente de un manantial, empujada por la razón que tanto se esconde últimamente en cuadrantes laberínticos perdidos del cerebro. El autobús paro al principio de Serrano, justo frente a una cervecería, me fui directo a los servicios, me encerré y comencé a refrescarme mientras observaba en el espejo mi alterado rostro, buscaba desesperadamente al que era y no conseguía encontrarlo, por un lado satisfecho y pletórico de aparecer como un rudo pétreo y por el otro con el miedo que me descomponía el estómago, la verdad es que me gustaba ser el Spencer Tracy de mi universo. Continué analizando mi esencia durante unos minutos sin acierto, lo que estaba transformándome en esos momentos tenía más valor que todo mi pasado junto y eso ofuscaba cualquier atisbo de lógica. Solté un par de arcadas, para que os lo voy a negar, parecía que sacaba del cuerpo lo que me hacía débil o lo que me marchitaba sin remedio, quién sabe; la cuestión es que aquellos momentos de poder me atraían cada vez más, aunque después en soledad los remordimientos me castigaran un instante que menguaba con las ocasiones y que encubría pensando que el desayuno me había sentado mal; era como el cirujano que abre un cuerpo tras otro inmunizándose ante lo que experimenta cada vez más; advertía en mí ese placer abstruso que proporciona lo maligno, el riesgo y la violencia y te acrecienta el ego de forma subversiva e incontrolable.
Al igual que un toxicómano no lo es con su adicción, no creo que fuese consciente de lo que pasaba por mucho que intentará fiscalizarlo o estudiarlo.
Me encontraba a un tiro de piedra del número 59, allí hay un Starbucks estratégicamente situado, así que recorrí la distancia como si mis piernas fuesen la de un corredor de marcha atlética. Me senté en la ventana y pedí un café con leche, no sé que esperaba de aquello, simplemente me dejaba llevar por el instinto, así que estuve plantado en la silla un par de horas, vigilando, analizando todo el que entraba y salía del edificio, desentrañando sus vidas como un visionario ineficaz, pues todas las imágenes que asociaba a cada individuo no eran más que conjeturas.
El camarero se mosqueó, comenzó a darme la lata, vino tres veces a decirme si quería algo más, me retiró la taza y me dejó el ticket en la mesa.
- ¿Alguien te ha pedido la cuenta?
- No señor, pensaba que ya se marchaba.
- Coño, el mundo está lleno de adivinos. Porque no pones una consulta.
- ¿Cómo dice?
- Lo que has oído. Tráeme un entrecot con patatas fritas y una cerveza, anda.
- Si mira la carta verá que no tenemos entrecots ni cerveza.
- Bueno, pues un bocadillo con algo de carne y otro café.
- ¿Cómo quiere el café?
- Que pesado, joder, como el de antes, un café español normal y corriente con leche. ¿Me has visto cara de que me guste el café con caramelo, vainilla y chocolate?
- ¿Y el bocadillo?
- De aquí, de Madrid, y con carne.
El currante se fue rajando en arameo, era de esperar, eso me importaba poco, lo que yo quería era estar en esa mesa privilegiada que divisaba sin resquicios todo el entorno.
La ventana presentaba ante mí un trozo de vida como un guión inconcluso en el que yo escribía los desafíos, tramas y desenlaces finales que daban sentido a los personajes. Pretendía averiguar con un vistazo quién estaría en el ajo y quién era una persona normal y corriente. No es de extrañar que el tiempo fugitivo se disipara como la niebla con el viento, dejando ese vacío espacial que te envuelve como una burbuja protectora que lo convierte en relativo y atemporal.
El camarero me dejó por imposible, eran las siete de la tarde y no me moví un ápice del lugar, permanecía concentrado en lo que me había planteado como una misión, la mesa estaba llena de vasos y de platos, no fue extraño que en una de mis recolocaciones de posición para ver mejor, golpeara con el codo una de las piezas de vajilla, que al caer se hizo añicos.
- ¡Chaval!, ¡niño!, ¿no puedes limpiar la mesa un poquito? ¿Vaya servicio, joder? Ni que te regalaran las cosas aquí.
El gesto despistó un instante mi atención, cuando volví la vista hacia el escenario, allí estaban como salidos de la nada, cubriendo la entrada como dos guardaespaldas, parecían Starky y Hutch en versión española, con esas caras de “como te encasquilles te meto una patada en los cojones que te los reviento”, recios y corrompidos hasta la médula, sirviendo su causa que no es otra que la de sus amos y sus vicios. Los Secretas controlaron el entorno cerciorándose de que no había miradas indiscretas ni peligro alguno, al minuto apareció un vehículo negro con los cristales tintados, parecía un coche oficial, en cuanto se abrieron las puertas del transporte un tipo alto, calvo, de ojos tristes y nariz puntiaguda salió del edificio. Se detuvo y comenzó a hablar con el más veterano de la pareja. Mi reacción fue inmediata.
- Colega, amigo, ven corre, date prisa.
Le dije al camarero mientras me ponía en pie. El muchacho se acercó diligente.
- ¿Sabes quién es ese tío del traje caro, el del coche oficial, el calvo con barba?
Le pregunté señalando al individuo mientras rodeé con mi brazo sus hombros con signo de complicidad; precisaba de toda la información y tenía que dar la apariencia de hermanamiento, aunque todo fuese una estratagema circunstancial.
El joven me miró y después la extremidad que lo retenía, no le gustó la familiaridad y así lo entendí, llevaba razón, para que tanta historia.
- Bueno, ¿qué me dices?, te daré una buena propina por todas las molestias.
Cruzamos las miradas, yo con descaro y desafío, él perdonándome la vida, como con ganas de que aquello terminase y tras la información supiese que lo dejaría en paz.
- ¿Qué eres periodista?
- No, cojones, que periodista ni que gaitas, soy taxista.
- Como el padre del personaje, que casualidades tiene la vida.
- No te hagas de rogar.
- Es el socialista, el Director de la Guardia Civil.
Se me cayeron los cojones al suelo, me quedé pasmado, las cejas se subieron casi hasta el flequillo y la mandíbula se bajó hasta el pecho; si todo encajaba, resulta que estaba trabajando para el gobierno, o mejor dicho para el corrupto de turno del gobierno; al cabrón le ponían las putas macizas y las drogas y yo era el recadero que a veces le llevaba el material sin ser consciente. Pensaba que hacía unos encargos sin importancia para unos maleantes más o menos bien posicionados en el mundo de la delincuencia que tenían a un par de policías sobornados y resulta que mi intuición no me fallaba, que la madeja estaba mucho más enmarañada de lo que supuse en un principio.
No era casualidad, las casualidades no existen, a no ser que por la mañana los Secretas hicieran su verdadera función y por la noche cambiasen como lo hacía yo, daba igual, no tardaría mucho en averiguar qué ocurría. Los gestos del personaje eran reveladores, yo sabía leer los signos y las expresiones de la gente, me habían enseñado los muchos años de calle, y los que acompañaron a las órdenes que dio, no presagiaban otra cosa que no fuese una cita nocturna con sus gustos sórdidos; y yo, estaría allí para averiguarlo.
La curiosidad me arrastraba implacable al futuro, mejor dicho, al hoy.
Juan Fco. Cañada