CINCO KILOS DE MIERDA
SEGUNDA PARTE
Empecé mi turno a las diez, las calles siguen pareciendo un enjambre a esas horas; todo el mundo corre a esconderse en sus casas, huyendo de quehaceres que parecen inútiles, de futuros opacos, de ese mundo destructivo que favorece lo nocivo, como si un fantasma que reparte almas vacías los persiguiesen. Tenía que aprovechar estas horas para hacer buena caja, aunque mi mente estuviese en la parada de Calle Ríos Rosas, quería bajar del sueño dorado que importunaba mi cabeza con la redundancia de un síndrome de abstinencia, borrar del recuerdo esa experiencia que hace circular la sangre cargada de adrenalina como si estuviese en el Pasaje del Terror o en la más vertiginosa Montaña Rusa, un miedo placentero provocado por un pensamiento empobrecido, liberarme de la idea infantil y fatua de que un golpe de suerte me quitaría de estar sentado en el taxi ocho horas todos los días.
Pagar las facturas se consigue tan sólo bajando la bandera, con viajes provechosos, y este es el momento cumbre; cuando todo el mundo quiere un transporte. Las aceras están llenas de estereotipos, voy a la caza del más suculento, del más rentable. Ahí está; cargada de bolsas de tiendas de marca, anunciando su vida insulsa como un pregonero el programa de fiestas del pueblo; con su abrigo elegante, que yo tendría que pagar con medio año de buenos viajes. No veo una mujer, ni una dama, ni una señora; veo, todo lo que odio, y tal vez una propina jugosa, un fantoche que necesita con su cara hinchada de silicona y sus “salidas de compras” llenar el vació de autoestima que no le proporciona nada, ni nadie, hueca como una caña de bambú, simple como el metal que lucen sus dedos. Aminoré la marcha, no quería perder la presa, hizo un gesto aristocrático, endiosado, ni muy ostentoso ni insignificante, pero lo suficientemente revelador como para darme por reclamado, ya la tenía.
- Buenas noches.
- Buenas noches señora, ¿A dónde?
- Las Rozas, Avenida de España.
Por fin un golpe de suerte. Soy un máquina, pensé, como la he cazado. El trayecto a la otra punta de la ciudad le va a costar un pellizco y encima le daré una vueltecita con la excusa de que todo está atestado de tráfico. Me centré en lo que tenía entre manos para sacarle el mayor partido, así que me liberé de esa absurda idea de hacer de mula de un traficante en la madrugada. La mujer no era muy habladora, le pregunté si podía poner música y enganche un poquito de Sabina, que me alivia las horas de curro. Le di sólo un par de vueltecitas de más, con su apariencia, se podía permitir veinte euros extra, no quise pasarme, a ella no pareció importarle, normal con los billetes que parecía manejar.
- Usted dirá donde paro.
- Ya le aviso, siga un poco más. Vale, pare aquí.
- Serán cincuenta y nueve euritos, señora.
- Espere un momento, enseguida vendrá mi sirvienta con el dinero y una buena propina.
- Perdone, pero no puedo hacer eso.
- Le dejo una de las bolsas con las compras; no desconfíe hombre.
- Está bien, no tarde que tengo que volver al centro.
- Cinco minutos.
La urbanización era de lujo, así que confíe en ella, si no venía me quedaría con el paquete, que seguro llevaba algo de más de cincuenta euros porque la bolsa era de C. Dior y ahí las cosas no valen diez con noventa y cinco.
A los quince minutos me enfadé, a los veinte miré el paquete para quedarme con su contenido, cartón y plástico, a los veintiuno me estaba cagando en toda su estirpe, moviéndome alrededor del taxi como una gato en celo y acercándome y alejándome del portal donde creí haberla visto entrar; como si eso la hubiese hecho aparecer de improviso. ¿Cómo pude caer en este truco tan viejo? Me engañó como a un chino. ¿Qué iba a hacer?, me tragué la estafa como un idiota, si llamaba a la policía encima se iban chotear de mí. No sabía dónde buscar en esas urbanizaciones cerradas, y la descripción de la mujer, era la de cincuenta mil que te encuentras por la calle todos los días. Miré por última vez a través de la puerta enrejada, la zarandeé con furia y mis esperanzas se diluyeron en la profundidad de aquel pasillo que conducía a un millar de vidas diferentes. Me comí con vergüenza torera la jugada, me espabilé para lo que me quedaba de noche y me propuse cambiar mi suerte.
No sólo me engañó, sino que reactivo con más énfasis la idea de apalancarme en la parada de Ríos Rosas cuando la madrugada entrara en juego.
Un par de trabajos me sirvieron para desahogarme con los clientes y contarles lo jodido que es este mundo y lo perra que es la gente; ahora el que buscaba consuelo era yo y los viajeros eran los curas del confesionario. Todavía quedaba gente honrada que sabía escuchar. Las vueltas que da el mundo, hoy lloras y mañana escuchas los llantos; el puto ciclo de la vida que dirían en “EL Rey León”.
La riqueza sirve más para la maldad que para una conducta digna. ¿Entonces porque cojones quería enriquecerme? Tenía que quitarme esas tonterías de película americana de la cabeza, olvidar que sería el George Jung español de un sólo golpe; si al final todos acaban igual, pensaba. Pero no había manera. El diablo se presentó en forma de mujer insulsa para inyectar una nueva dosis de malas ideas, para aplastar cualquier signo de resignación ante una vida monótona y sacrificada, plantando una necedad bien abonada, una locura contagiosa como una infección.
La noche pasó con trabajitos de diez euros, así que eso avivó el fuego de lo absurdo con más brío, con un sentimiento incontrolable que entraba en mi voluntad como una cascada, como cuando Groucho Marx pedía “más madera, más madera” en Los Hermanos Marx en el Oeste, alimentando del combustible de los débiles mi entendimiento.
No supe cómo, eran las tres y diez de la madrugada y allí estaba, esperando en la parada un tren a ninguna parte; mirando por los tres espejos retrovisores y a izquierda y derecha como el adolescente que espera con ansia a su primera cita.
Cuando ya llevaba veinte minutos sin ver un alma, una pareja se acercó desde la calle Alonso Cano.
- ¿Está libre?
- ¿Para qué?
- ¿Cómo que para qué? Para que cojones va a ser, para tomarnos un Gin Tónic o para hacer una barbacoa en el asiento trasero.
Estaba tan ensimismado en la posibilidad de que ocurriese lo mismo, que no actuaba con coherencia.
- Disculpe, sí, está libre. ¿A dónde?
- Alberto Alcocer.
- Vamos allá.
Por la noche y sin tráfico eran cinco minutos para ir y cinco para volver, así que no me causó malestar el improvisado trabajo; a las cuatro ya estaría en la parada. Como así fue.
Míralo, ahí está otra vez, con su ropita de niño pijo que esconde un monstruo destrozador de vidas, un corruptor de almas; sin embargo a mí me alegró verlo; cuando se acercaba, comencé a excitarme, parecía un avaro judío esperando los intereses de un préstamo, estaba botando en el asiento, frotándome las manos y riendo interiormente como el que consigue un premio a la lotería o le toca un viaje con todo pagado al Caribe.
Esta vez venía acompañado de una chica de toma pan y moja, no pude reprimirme, la mirada se perdió en ese escote que sólo dejaba ver un anuncio de las maravillas que tapaba, y ese cuerpo, como las de El Profesor Cojonciano de la revista El Jueves que tanto me gusta; para mí era la perfección hecha hembra.
- ¡Hombre!, tú otra vez. ¿A por un dinerito fácil?
- No que va, es casualidad; coincidencia.
- Todos dicen lo mismo. Bueno, supongo que está libre.
- Sí, sí, claro.
- Lleva a esta señorita y su bolso a Calle Serrano; ella te dirá el número.
Esta vez no me dio el dinero por adelantado, coloqué el espejo adecuadamente para ver a esa hermosura y salí para hacer el viaje rápido. Me estaba alegrando la sangre, así que lo que tenía que subir subió y lo que tenía que bajar, que era la bandera, bajó. Tenía una cara de pánfilo que no te la puedes ni imaginar; ella lo notó; se veía que tenía más kilómetros que un Ford de pedales, así que me dijo:
- Si tienes dos de los grandes, te dejo que la baba se caiga en mi cuerpo; mientras tanto, a lo tuyo.
La boca se cerró y lo que estaba erguido se aflojó; pero no dejé de echarle un vistacito de vez en cuando, eso era gratis.
Una de las veces que recorría con los ojos desde el escote hasta la entrepierna, de repente:
- ¡Cuidado!, ¿estás gilipollas?, que nos vas a matar.
Se me cruzó el camión de la basura, tuve que esquivarlo y acabé con el taxi encima de los setos. El conductor paró y los ayudantes se bajaron para ver si estábamos bien. Salí del vehículo de inmediato.
- No ha pasado nada, culpa mía, todo está bien. Gracias.
- ¿Seguro?; y el coche, ¿podrás sacarlo de ahí?
- Sí, sí, todo bien; lo siento iba distraído, no os he visto.
- ¿Llamamos a la policía o a la grúa que te echen una mano?
- No, no, no; esto no es nada; peores las he tenido. Que tengáis buena noche. Gracias otra vez.
Conseguí que se fuesen los basureros, me acerqué al taxi corriendo, la pasajera estaba aturdida y el bolso abierto en el asiento trasero dejaba ver toda la mercancía. Estaba tan nervioso que no me percaté que otro vehículo había parado cerca, sus dos ocupantes se dirigían hacia nosotros. Me puse a recoger todo y guardarlo a toda prisa antes de que llegaran y viesen el percal.
Salí a su encuentro, no podía permitir que husmearan, entonces oí la conversación entre ambos: “que te digo yo que esta tía es gafe, hombre; siempre hay algún percance con la puta esta”.
- Buenas noches. Estamos bien, no ha pasado nada; ya nos vamos.
“Cállate”, me dijo el que parecía llevar la voz cantante mostrándome la pistola que llevaba al cinto y la placa de la policía, su compañero abrió la puerta trasera y le soltó un par de tortas a la chica mientras le gritaba “despierta puta gafe”.
- Esta gilipollas se ha colocado con la mercancía.
- No me lo puedo creer. No entiendo como la siguen utilizando para lo de la Calle Serrano.
- Pues porque al personaje le gustan macizas, porqué va a ser.
Estaba patidifuso, más desconcertado que el Fary en un concierto de Heavy Metal, bloqueado en seco como si tuviese el freno de mano puesto. No me duró nada, sin más preámbulo me obligaron a ponerme en movimiento rápidamente.
- Saca el taxi de ahí y sal pitando para el destino; ni un contratiempo más. No se te ocurra llegar tarde, te esperan con impaciencia.
- ¿Qué número? No me lo han dicho al salir.
- El número no importa, si esta imbécil no se espabila y te lo dice, ve al loro que te parará el que recoge el paquete. Ahí tienes un par de verdes para reparar la chapa del carro; haz lo tuyo y no pasará nada, todos contentos.
“Tú como los tres monitos esos chinos”, me dijo el compañero.
Me subí al vehículo, salí del seto raspando todos los bajos y me dirigí al destino sin tregua. Conducía como un poseso mientras rumiaba lo que había pasado y lo que estaba pasando, estaba cada vez más metido en un enredo de difícil solución. Cuando llegué a la calle, la exuberante seguía en su sueño de placer diabólico, en su paseo por ese estado transitorio de expiación, degradación y purificación, así que iba atento a todo lo que se movía en la acera.
A la altura de Nuevos Ministerios, el viejo, su bastón y sus amaneramientos aparecieron en escena para darme el alto. Volvió a tocar con el mango metálico de la manoseada vara en el techo del taxi, como si fuese un mariscal en el ejercicio del mando advirtiendo sobre el transcurso de la batalla, eso me molestaba bastante y creo que él lo sabía, pues parecía hacerlo con saña.
- Hombre muchacho, hoy has llegado a tiempo. Vas aprendiendo que la puntualidad es una virtud que no tiene precio.
No solté ni prenda, él cogió la bolsa con la mercancía y las pertenencias de la joven y cerró la puerta como si estuviese protegido por el mismísimo Satán, con una seguridad y un desparpajo inusitados, como si estuviese por encima de la ley.
- ¿Qué hago con la pasajera?
- Y a mí que me cuentas, suéltala donde quieras.
- ¿Y mis cien euros?
- Esos cuando te los ganes y no haya complicaciones. ¿Sabes qué?, échale un polvo a la puta y nos debes 900, que te descontaremos en los próximos viajes.
Se marchó sin más explicación, riéndose como una hiena que acababa de robarle un trozo de presa a un enemigo.
- ¿Me oyes? Espabila o te saco del taxi aquí mismo. ¿Dónde te dejo?
- Llévame a tu casa.
Contestó balbuceando.
- No digas tonterías, me presento contigo y le digo a mi mujer que eres una compañera del trabajo; bájate ahora mismo y búscate la vida.
A duras penas salió del vehículo, tuve que salir y cerrar la puerta, iba tambaleándose de un lado a otro, se había pasado o había mezclado varias de las drogas que transportó. Se quedó tirada en el bordillo, no podía hacerme cargo de ella en su estado, no tenía explicación si aparecía el SAMUR o la otra policía y ella no iba a decir coherencias, así que, ruedas ¿para qué os quiero? Me fui a casa sin haber digerido todos los acontecimientos, pensando en la aventura que había vivido, sintiendo ese goce oscuro que dan las experiencias extraordinarias que salen bien, como el borracho al que el coma etílico no ha golpeado y piensa que no sufrirá mal alguno. Deseando volver a la acción.