CINCO KILOS DE MIERDA
TERCERA PARTE
Los dos primeros transportes no comenzaron todo lo bien que quise; sin embargo, los accidentados viajes, en vez de detener el proyecto, me impulsaron a volver a intentarlo de nuevo, tal vez espoleado por la adrenalina que generaba el riesgo.
Todo se iba enmarañando como un ovillo de lana, cambiaba turnos para hacer sólo noches y a veces me arriesgaba a que me multasen por trabajar fuera de horario. Engañé a mi mujer con falsas escusas de bajas de compañeros y otras tonterías, creíbles sólo por la pobre inocente. Nuestra relación se deshacía como un cubito en un café hirviendo -por mí culpa claro- la había cambiado por la carcoma de la aventura, por la corrosión que la herrumbre del peligro controlado o incontrolado inyectaba en las venas de mi alma, como cuando viajas a un destino exótico pero impredecible, sabes que no pasará nada porque entra dentro de un tour programado, pero en cualquier momento las circunstancias dan un vuelco para que todo se convierta en un infierno. Ni siquiera me percaté de la degradación que sufría mi rostro por la falta de sueño, las malas comidas y la destrucción a la que estaba sometiendo mi espíritu. Ya sabes, la cara es el reflejo del alma; “una verdad como un templo”.
Un año de trajines me había convertido en una de las mulas oficiales de este entramado hasta el punto, que si veían algún taxi extraño en la parada, mandaban a un par de yonkis a espantarlos. Aprendí a controlar mis nervios cuando aparecía la otra policía, seguro de que si había algún problema, los secretas me sacarían del apuro, aunque no estuviesen ahí siempre, aunque casi nunca los viese. El traficante pijo, el viejo snob con pinta de gay y la exuberante se habían convertido en colegas de un trabajo extra, sin intimar claro, no había nombres, ni ellos querían saber nada de mi vida , ni yo de las suyas; era tan sólo un negocio. Llegué a sacar seis mil euros un mes y a hacer dos viajes en una noche. La cosa prometía y no quería conformarme con eso. Me sentía tan protegido, tan seguro, que la codicia que generaba cada viaje, cada transporte, parecía estar creada por dioses bondadosos y no por lo más podrido del sistema.
Una de esas noches mágicas en las que todo sale perfecto; cuando la exuberante estaba en pleno auge y sus maravillas resplandecían guardadas en su jersey de punto como tesoros intocables, me puse más libidinoso de lo normal; ella se había acostumbrado a mi satireo y a mis piropos, sabía torear a cualquier hombre con el arte del mejor diestro, así que, cuando me tocaba llevarla de paquete, las insinuaciones y los halagos se convirtieron en un juego siempre del todo infructuoso; hasta esa noche. Quién podía resistirse, cuando la realidad visual destronaba la imaginación moldeando sobre su ropa esas protuberancias tan fastuosas y lapidarias.
La jodía iría cachonda, porque, ahora que lo pienso, no podía ser de otra forma; una mujer harta de sexo es como el pastelero que después del trabajo no quiere ver un dulce ni en pintura. Asqueada de tanto baboso, estaría inmunizada ante cualquier tocamiento o acto carnal. Yo sólo veía la dama más hermosa del mundo; al lado de la que dejaba en casa todas las noches, era una diosa del amor; se hubiese llevado todos los premios de las pasarelas desde Paris a Roma, un ángel de Victoria’s Secret por fuera, un demonio séptico capaz de arrastrarte al más maravilloso de los infiernos de la lujuria por dentro. ¿Y por qué no? ¿Para qué cojones estamos en este mundo ingrato?, todas las preguntas tenían una respuesta de consuelo que me conducían sin remisión a cometer traición, todo se dirigía más a las pasiones que a las virtudes, porque de lo que se trataba era de persuadir a una mujer y de engañarme a mí mismo para lograr un Triunfo. La felonía cubría el conformismo como un tinte un bote de pintura blanca, difuminando la razón, la integridad, esa forma de vida insulsa pero santificada que te convierte en una buena persona, esa ética social que nos hace dignos, el compromiso con mi mujer, con el mundo, con la vida; todo lo que te vuelve normal y aburrido hasta la médula.
- Esta noche te ha tocado el premio gordo, mira lo que hay para ti. No quiero disfrutar con esos cabrones, así que aprovecha tu suerte.
Se me abrieron los ojos como las puertas de una catedral, allí estaban esos pechos, como esplendorosas ubres fulgentes que eclipsaban todo su entorno, llevando mi boca hacia esos pezones en un viaje astral e imaginativo de deseo insensato.
- Vamos a un lugar apartado y tranquilo, tenemos tiempo.
Sus palabras sonaban a miel y vino, como un tintineo de campanillas llamando a los comensales a la mesa, como las órdenes de un capitán en batalla, ineludibles, concluyentes, comprometedoras e insalvables rodeadas de ese misticismo de las acciones que te arrastran a un desastre consentido.
Me dirigí al Parque del Retiro, lo conocía a la perfección, hay un lugar al final de la calle Poeta Esteban de Villegas que no tiene salida, un ensanche para girar, en el que no se puede aparcar, era perfecto, un refugio del amor.
Cuando llegué coloqué el taxi en dirección a la salida, por si había que alejarse pitando de allí; aunque suelen ser inofensivos, un par de indigentes durmiendo al otro lado de la verja me hicieron tomar precauciones. Apagué las luces, paré el motor y me senté junto a ella. El rincón parecía construido especialmente para el encuentro clandestino, poca luz, apartado del mundanal ruido -pero no demasiado- protegido de miradas indiscretas y de inoportunos agentes de la ley.
Quise besarla, como si fuésemos amantes, evidentemente se negó; “los besos son para quien me merezca”, dijo.
- ¿No me guardarás rencor por abandonarte en nuestro primer encuentro?
Después de soltar una carcajada sorda y jocosa dijo:
- Déjate de ñoñerías, te crees que has sido el único que me ha hecho alguna putada, no estamos aquí para hablar, quiero que me hagas sentir decente, que sacies mi sed y esos bastardos se encuentren esta noche la fruta seca.
Sin amor pero con sentimiento, sin compromiso pero con pasión, sin recelo pero con incertidumbre, con el hambre que contiene un rijoso y la lujuria encantada de los mejores sueños se desató el desenfreno, de tal modo, que mis caricias sólo tenían un objetivo, que su cuerpo vibrase como las cuerdas de un violonchelo entre las piernas de una consumada artista. La misión era hacerla feliz, dichosa, viva aunque fuesen veinte minutos, sin pensar en mis deseos, en mis lascivos propósitos, por un instante dejé a ese egoísta que tan sólo busca en los demás beneficio, y pensé que le debía algo, que tenía una deuda que saldaría estando yo a su servicio y no ella al mío. Un hombre precisa menos que una mujer para llegar a esa fruición fisiológica, al final siempre orgánico; nosotros terminamos el encuentro y quedamos satisfechos, pero ellas necesitan su dosis de amor anterior y posterior.
¿Cómo podía satisfacer a una mujer que lo ha experimentado todo en el sexo? Sólo hay un modo, dándole lo único que no tiene, cariño, comprensión, respeto, un pañuelo de papel de usar y tirar, que experimente el placer de dominar y explotar a un hombre, de humillarlo para que padezca lo que ella todos los días del año; lo demás vendría por añadidura, me refiero, a mi propio goce.
Aguantaba como podía las embestidas, el contoneo de esas caderas Shakinianas, tenía que cumplir como un caballero los ataques opíparos y fecundos que me hacían bombear sangre de donde no había.
Un último orbe frenético y un doloroso mordisco en el cuello, que rompió mis ansias por liberar todo el flujo, pareció excitarla lo perentorio para conseguir un clímax profundo y benefactor; entonces, y sólo entonces, me dejó descargar la emulsión de placer; cuando me había marcado y cuando se había desmarcado del sórdido juego. ¡Ahhh! Me quede vacío, satisfecho, engrandecido. Soy todo un hombre, pensé. Luego de verla, ese pensamiento se mutó en realidad, pues había sido lo que ella pretendió desde el primer segundo, un muñeco manejable, un consolador somático.
Me miró, su rostro dibujo un gracias pequeño, obligado, más como un trueque tolerado que como una correspondencia generosa; salió del coche y como todas las de su especie, salto al terraplén del parque, se bajó las bragas y se puso a orinar para limpiarse los conductos; si hubo cualquier atisbo de connivencia afectiva, murió con el gesto grosero.
Me subí los pantalones y volví al asiento del conductor, el objetivo estaba cumplido y cuando eso ocurre el desinterés vuelve a la mente con total impunidad. “Quid pro quo”, estamos en paz.
Entré en un estado catatónico, en un espejismo letárgico que me sumió en un viaje por ideas y pensamientos contrapuestos; por una parte estaba satisfecho, desahogado y por otra corrompido, enlodado. Había convertido un encuentro fugaz, tal vez poético, en un acto solidario, en una limosna ingrata, pero que podía esperar de quien está acostumbrada a la venta de su propia carne.
Cuando más absorto estaba, cuando con más rapidez pasaban entremezcladas las imágenes de felicidad y desgracia por mi mente, los gritos de ella bramando con todos los insultos que una hija de la calle podía soltar por la boca, me hicieron volver al continuo espacio tiempo, a la realidad de mi taxi y las calles de Madrid. No vi la evidencia, no me fijé en que pateaba al pobre viejo desheredado con sus zapatos de punta como si fuese un fardo, tan sólo quise ser su guardián, su salvador y sin pensarlo dos veces, cogí la porra extensible que llevaba en la guantera y me fui a por aquellos sucios andrajosos.
Los molimos a palos mientras ella clamaba venganza con más golpes y más sangre; me vi arrastrado a una turbulenta e inexplicable orgía de violencia y necedad humana, desgajando sensaciones truculentas como cuando comes las partes de una naranja, masticas y chupas el jugo, amargo y dulce a la vez, que te atrae con más fuerza y te repele con menos.
Los pobres debilitados por la indigencia, sólo sabían quejarse de forma disminuida, sin aspavientos, y dejar que los golpes pasaran lo antes posible, ni siquiera se levantaron para defenderse, tal vez acostumbrados a estos encuentros con otro tipo de salvajes; no paramos de dar puntapiés y varazos hasta que el anciano dejó de moverse, creo que con más miedo que coraje. Todo fue efímero, atractivo, vertiginoso, diferente y macabro.
- Corre, salgamos de aquí.
- ¿Qué ha pasado, te quería violar, robar, que ha ocurrido?
- No, nada de eso.
- Entonces porqué los hemos reventado.
- Me ha dicho. “vete a mear a otra parte, puta”
- Y por eso casi nos los cargamos. Hija de la gran puta, tú estás como una cabra.
Me soltó un guantazo que me hizo ver las estrellas, que me retornó al mundo de los vivos. No podía competir con esta gentuza, tenía que ir a lo mío; dinero fácil y si te visto no me acuerdo. Un mal polvo podía haber sido el causante de un desastre. En tres minutos me planté en Calle Serrano, ella me fijó el destino, igual que siempre, a la altura de Nuevos Ministerios. Al bajar la esperaba el viejo snob, esta vez no estaba de humor, la cogió del brazo y la zarandeó mientras la dirigía a su trabajo, todo vuelve a encajar. No esperé propina, la cosa no estaba para florituras, me fui directo a casa; tenía que digerir todas las emociones de la noche.
Una ducha, un par de tranquilizantes y un lingotazo me llevaron a los brazos de Morfeo rápidamente. Lo necesitaba como agua de Mayo, como un bebé requiere el cambio de un pañal apestoso, soltar lastre, deshacerme del estiércol que abonó la noche de violencia y sexo, limpiar mí conciencia con nuevos engaños.
La mañana se presentó tardía, perezosa, eran las doce del mediodía, mi mujer ejerció de buena compañera con un café con leche reparador y un par de rebanadas de pan con aceite y jamón. Estaba disfrutando de la bebida, mi mente estaba limpia, hasta olía bien, como el culito de una criatura recién bañada y empolvada, sin resquemor de alma, como si nada hubiese pasado, hasta que:
- Has visto la noticia en la prensa, en los sucesos. A donde vamos a ir a parar, todo es violencia en este mundo.
Me soltó el periódico en la mesa, como siempre, pero esta vez cargado con la peor de las afirmaciones.
- Mira, mira.
Los ojos se desbocaron sobre las palabras siguiéndolas como en un juego de roll macabro, como en una investigación policiaca, y cada vez que se sumaban una a otra, más se me apretaba el corazón el pecho encogiéndose de terror, estremeciéndose sin remedio. Quise aparentar, aparecer como un ignorante indignado, tragar saliva en cantidad para ocultar la culpabilidad, pero la leche comenzaba a agriarse en el estómago.
- ¿Puedes creerlo? Matan a un viejo mendigo y sospechan de un taxista y una mujer. Además cerca del Retiro. ¿Tú no vas por esa zona muchas veces?
“Hace tiempo que he cambiado de sitio”, dije sin convicción alguna, intentando aparentar normalidad.
Me levanté y me escondí en el cuarto de baño para leer la noticia detenidamente; al parecer el anciano estaba en las últimas y nosotros lo rematamos. El otro andrajoso no ha podido identificarnos, tan sólo saben que era una mujer y un taxi, eso me tranquilizó un poco, no mucho, lo suficiente para poder analizar lo ocurrido y buscar posibles soluciones si el asunto empeoraba, confiaba en que mis nuevos colegas me sacarían del apuro si llegara el caso. Todo se oscureció como en las peores tormentas de invierno, tanto, que me replanteé seriamente aparecer de nuevo por la parada de Ríos Rosas.
Juan Fco. Cañada
Mi agradeciemiento al dibujante del comic online Rabia del Sur por su colaboración desinteresada.
Gracias Marcos.