LA MUERTE DE MARY MOON
Tenía siete años la primera navidad que escuche a mi padre contar esta historia, así sucedió todas la navidades hasta su muerte, siempre con la misma precisión, siempre con el mismo énfasis, como si estuviese evocando con una oración reparadora espíritus anhelados de amigos que no debían olvidarse nunca. No me quedaba otra opción por tanto, por respeto, por cariño, por tradición y en memoria a mí progenitor, que seguir sus pasos y rememorar la muerte de Mary Moon, exactamente como él lo hacía.
John Barry aprendió muy joven a tratar a las mujeres, a todas. Cuando tan sólo tenía trece años su madrastra le hizo un cursillo acelerado de satisfacción femenina que a él no le causó trauma alguno, disfrutó traicionando a su pérfido y violento padre, fue la única manera que pudo vengarse de la ignorancia y los maltratos recibidos, así que a esa edad ya tenía la madurez de un muchacho de veinticinco. Sabía acariciar las teclas de sus cuerpos ardientes de forma que ese instrumento tan soberbio y perturbador que la naturaleza a puesto a nuestro alcance destilara placer y complacencia por todos los poros de su piel.
Lo que John desconocía era que toda regla tiene su excepción, que todo hombre tiene su alter ego en el sexo opuesto y que no le salvaría su acumulada experiencia en las calles y los tugurios de San Francisco cuando las campanas del cielo tocaran en el estómago, que no le valdría de nada haber aprendido a sortear cualquier contrariedad desde que comenzó a arrancarse la pobreza del cuerpo limpiando zapatos en la entrada del Hotel Sir Francis Drake en Sutter Street, que no estaba inmunizado contra el mal endémico del hombre, el amor, aunque él creyese que sí.
Mary Moon no llegó de un pueblecito de la América profunda buscando ser una actriz famosa con la inocencia por vestido y la candidez de una jovencita provinciana en la maleta. Mary era la hija menor de un matrimonio bueno y religioso, una mujer inteligente y rebelde que había tenido que luchar para salir de la cloaca en la que se crió peleando contra todos los hombres de su vida en el barrio más lúgubre al oeste de la ciudad, esos hombres que sotierran cualquier signo de matriarcado, que vieron siempre a la mujer como un ser imperfecto casi diabólico, esos a los que ella hizo frente no con los puños sino con la astucia, una auténtica chica moderna y atrevida que se enfrentó a los prejuicios, a los dogmas adquiridos y a su propio padre para arrancar el conformismo que los falsos credos generan, ese que piensa que Dios proveerá, una chica bonita a la que la vileza que se creaba a su alrededor convertía en un ser cada vez más poderoso e independiente. Su voluntad inquebrantable y su mente espabilada la empujaron pronto a abandonar el lodo en el que los mansos se revuelcan de una forma soez, fabricando su destino a base de saber manejar a los demás seres normales según sus intereses, sobre todo a los hombres, fueran o no allegados, odiaba esa abnegación y falta de ambición que la hubiese convertido en un peón más, en un personaje muerto en vida como otras mujeres de su familia, esas que sufren el patriarcado a lo largo de toda su existencia sin rechistar. Su alma viva y díscola no había nacido para la oración y el sometimiento, viviría otra vida aunque tuviese que renegar de todo, incluso de su madre.
La ciudad crecía de una manera imparable, las autopistas se construían sin descanso y los barrios se destruían para reedificarlos en un boom económico que arrastraba a todos a una prosperidad para algunos quimérica y que otros no dudaron un instante en explotar. América renacía por fin. Los forasteros llegaban a la ciudad como mano de obra necesaria, pueblerinos que tan sólo pensaban en trabajar duro para ganar unos dólares, ignorantes que en los años 60 salían de los campos de Indiana, Kansas, Ohio o Nebraska con una biblia bajo el brazo y un beso de sus hacendosas madres en las mejillas, oliendo a licor, a las tartas de la abuela y a granero, víctimas propiciatorias de la avidez de los vividores que se movían a sus anchas por la urbe, eran momentos de cambios descontrolados.
Los seres que comportan ciertas cualidades, aunque su sexo los haga antagonistas, tienen inclinación a converger, a encontrarse tarde o temprano. Inercias de remolinos que acaban por ser engullidos en sus propias fuerzas devorando todo a su alrededor, incluso sus vidas, dos extremos de una misma cuerda, dos caras de la misma moneda, dos tornados silenciosos, dos depredadores al acecho que cuando se encuentran no pueden evitar involucrarse el uno con el otro, seres con el escrúpulo olvidado y la conciencia dormida, que piensan que son inmunes al resto de las almas, a las que se les ha derramado de sus cántaros cualquier signo de verdadero amor durante su recorrido por la vida, estos eran John y Mary dos inmunizados que habían extirpado los sentimientos verdaderos de sus corazones para hacerse un hueco en una sociedad creciente. Engañados que relegaron de sus conciencias la realidad de la verdadera felicidad.
John Barry había conseguido llegar a ser un buen agente inmobiliario, sus dotes de convicción y su habilidad para analizar el carácter de las personas le hizo ganar mucho dinero con las propiedades ajenas, el mismo que derrochaba en el juego, fiestas, coches y lujo, todo propiciado por su afición al sexo opuesto. En cinco años consiguió desbancar del negocio a su viejo mentor y hacerse con las riendas de la mayoría de las transacciones importantes de la ciudad. Tan pronto entraba el dinero en su bolsillo como salía. Al principio fueron pequeños apartamentos vendidos a los hippies y nuevos intelectuales que querían instalarse en la emergente zona de Haight-Ashbury, pero no tardó en codearse con los adinerados que pretendían una mansión en Nob Hill. No era un tipo ambicioso por naturaleza, así que sabía sacar la tajada justa en cada acuerdo, eso hizo que se granjease el aprecio de los nuevos ricos con facilidad y que la clase alta de la ciudad lo dejara entrar en su círculo de amigos más por sus contactos femeninos y por sus dotes que por su procedencia, alternaba tanto con los liberales George Moscone y Harvey Milk como con su declarado enemigo Dan White, no le hacía ascos a ninguno de los políticos de la ciudad fuesen del signo que fuesen. Su mejor baza en las altas esferas no eran esos gobernantes emergentes o incluso el mismo alcalde, la mejor era su intimo amigo Thomas J. Cahill el jefe de policía de San Francisco – como bien sabéis-. John era consciente de quién tenía el poder en la ciudad, así que un tipo que conocía personalmente al Presidente Lyndon Johnson y era alabado por el temido J. Edgar Hoover debía atenderse y consentirse en todos los deseos que pudiera necesitar, hasta el punto de que esa relación interesada se convirtiera en una prolífica amistad. A él fue al único que John escucho sobre las consecuencias de su vida libertina, al “puritano Thomas”.
Por el contrario Mary Moon sólo pudo llegar a ser la secretaria del director de la sucursal del Banco de América en Powell Street, todo un logro dados sus orígenes - como ya os he dicho una chica moderna-, lo que la llevó inexorable a vivir un falso romance con el maduro opulento, entre otras cosas porque el banquero era amigo de rodearse de caras bonitas y Mary era de las que no pasaban desapercibidas, un conquistador al que la joven de procedencia humilde convertía en caballero noble, una relación engañosa que se pagaba con un pequeño apartamento dos manzanas más arriba del trabajo, los armarios llenos y la nevera cubierta a diario, una venta de orgullo a cambio de que el pudiese presumir de la sonrisa más preciosa de la ciudad y de que fuese considerado un hombre progresista y moderno algo muy de moda en aquellos momentos, una analogía que Mary no daba por definitiva, algo que su ambición no quería consentir, un acuerdo temporal, no sabía si breve o duradero pero seguro que nunca definitivo.
Juan Fco. Cañada